Vuela casi corre, su aliento resuella y deja un fino halo de gris que rápidamente se diluye en la lluvia, sus botas golpean y resuenan contra la noche, los oscuros adoquines le devuelven su palpitar galopante amplificado en varios ecos.
Golpea el corazón, golpea tanto que parece que quiera escapar de su coraza; su corazón y sus pulmones y parte del contenido de su estomago pugna por salir también, todo dentro de él parece golpear para escapar hacia delante. Porciones de miedo concentradas en sudor ruedan por su espalda, su mandíbula apretada va dejando escapar un gemido agónico.
En un recodo de la estrecha calle aparece un portal, escondite protector en el que sin dudarlo zambulle, cierra los ojos e intenta mimetizarse con la pared, y en lenta letanía va suplicando que ni uno de sus músculos se mueva, que sea él el único que escuche el bombeo de su sangre en los oídos, inmóvil repite: que me convierta en granito, en granito, en granito.
Transcurren los minutos como horas, cayendo en plomizos unidades de tiempo. Solo el silencio se oye, la sombra que lo seguía parece haberse esfumado. Cuando se siente seguro, aún espera un poco y otro poco más antes de intentar salir. Lentamente se aleja unos centímetros de la pared, mueve los hombros, luego las piernas, parece que salió ileso o casi; como un beso, que no duele pero lacera, un pequeño rasguño carmesí brilla en su cuello.
Una vez recuperado el aliento retorna lentamente hacia su casa, camina lentamente mientras su sombra se va diluyendo a cada paso; la película de agua que barniza el empedrado ya no devuelve más reflejos que los de las casas mojadas.
Cuando la niebla que lame la ría se apodera del empedrado, cuando octubre y la luna retoman su paseo por la alameda, la sombra recorre las calles, siempre buscando.